Provenía Sócrates de una familia que podríamos llamar de clase media:
artesano (escultor) el padre, partera su madre; no eran de la aristocracia,
pero su situación económica era desahogada. Vivió su juventud en los avatares
de la guerra contra los persas y el rápido auge de la ciudad de Atenas, tras la
victoria; visitaba la casa de Pericles y de Aspasia -en cuya familiaridad pudo
haber sido introducido por Arquelao, discípulo del filósofo Anaxágoras-,
conoció el florecimiento de las letras, de las artes y del saber, participó en
el campo de batalla en las Guerras Médicas y en la Guerra del Peloponeso, y
experimentó en todo ese tiempo las diversas formas y modos de la actividad
política en la pólis. Si bien aceptó la democracia, sus excesos lo hicieron
dudar y abstenerse, en más de una oportunidad, de intervenir en los asuntos
públicos; esta actitud dio lugar a sospechas en su contra, ya sea porque se lo
vinculara a la aristocracia y a la oligarquía, ya sea simplemente porque no se
entendía su actitud.
Hombre aparentemente común, amigo de todos y maestro de ninguno en particular.
Con todos entablaba conversación, allí donde la ocasión se presentaba: en el
gimnasio, en el mercado, en la plaza, o bien en las casas, durante una visita
informal o en un banquete. Y el diálogo (tal la forma adoptada por él, en
contraste con los discursos de los sofistas) podía versar sobre cualquier tema:
el bien, la verdad, la música, el orden, la justicia, el conocimiento, la
educación de los ciudadanos o la del gobernante, el amor, etc. Pero siempre se
trataba de algo de interés para el hombre; y no un interés meramente teorético
o especulativo, sino un interés práctico, una sabiduría para la vida y, más
propiamente, para la conducta. La conversación con Sócrates era una
conversación sobre el obrar humano.
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